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jueves, 1 de septiembre de 2011

El paternalismo benefactor de NL

Óscar Montemayor Chapa
http://www.15diario.com.mx/articles/montemayor.html#.TmBTi3zzyDQ.facebook



 Monterrey.- En escasos minutos, el historiador y politólogo, Lorenzo Meyer, hizo un recorrido histórico sobre la conformación de la ciudad de Monterrey en los últimos ciento cincuenta años, tan revelador que resulta imperativo adentrarnos en este tipo de análisis para entender la debacle en la que nos encontramos. Si es que en serio queremos ver la luz al final del túnel. A la pregunta de Carmen Aristegui sobre su apreciación del estado actual de Monterrey, en relación a lo ocurrido en el casino Royale, Meyer plantea la meteórica caída de nuestra ciudad atendiendo a la histórica debilidad del estado y gobierno nuevoleonés. A diferencia de otras ciudades importantes del país, el surgimiento de Monterrey como centro urbano destacado se remonta al final del siglo XIX e impulsado principalmente por un grupo de empresarios con una idea existencial bastante independiente respecto al centro del país. Pero también respecto a la conformación de un estado regulador y democrático. Por décadas, el gobierno estatal ha sido visto por estos grupos como el gestor de sus proyectos. La debilidad de las instituciones públicas era fácilmente llenada por la acción de los grupos privados, que han estado presentes en prácticamente toda actividad ocurrida en Nuevo León. Habían podido controlar casi todo, desde los contenidos en la televisión hasta licitaciones y concesiones de todo tipo. La idea de una estructura democrática, como se conoce en sociedades desarrolladas, no estaba en la agenda. El bienestar de la población debía responder a una especie de paternalismo benefactor que no se cuestiona. El ciudadano común, obrero, empleado doméstico, trabajador o profesionista, es el beneficiario de esta supuesta generosidad y no un ser productivo, generador de riqueza, con derecho a incidir en su sociedad. Con algunos brotes de cuestionamiento social, este esquema sobrevivió hasta que el crimen organizado apareció con la fuerza de estos últimos años. Es el primer ente que la élite empresarial regiomontana no puede controlar, y el estado, con su tradicional debilidad institucional, aunado a la corrupción, tampoco es capaz de enfrentarlo eficazmente. La ciudad se ha venido abajo a una velocidad impresionante porque nunca estuvo cimentada sobre estructuras democráticas sólidas; sobre instituciones públicas fortalecidas; sobre un efectivo estado de derecho imparcial. El espejismo ideológico cegó la lucidez ciudadana sobre lo que se iba gestando de tiempo atrás. Me parecen pertinentes estas apreciaciones históricas porque estamos en un momento de quiebre. La manifestación del pasado domingo en la Macroplaza enfrentó a dos formas de entender la ciudad. Por un lado la tradicional visión reduccionista, en este caso que no va más allá de exigir la renuncia de un gobernador sin cuestionar la estructura disfuncional que ha generado nuestra vulnerabilidad: el funcionario público como un gerente malversador, incompetente a la “empresa” por lo que hay que contratar uno nuevo, estableciendo un consejo directivo entre los mismos accionistas... sin consultar a los obreros, se sobreentiende. Y, por otro lado, quienes tal vez se sienten más a la deriva, pero por eso mismo buscan otras explicaciones para entender qué nos ocurrió, empezándose a asimilar como ciudadanos consecuentes, con legítimo lugar en la sociedad, proponiendo desde la base, desde la experiencia cotidiana en búsqueda de reconocer en otros ojos, otras miradas, el inicio de la construcción de algo. Llegar a la Macroplaza fue decepcionante. El espectáculo de agendas grupales, hasta partidistas, de intereses sectoriales, el tradicional impulso regiomontano por dejar claras las diferencias. Una ciudad que no se ve a sí misma como un todo, sino como un “nosotros acá y ustedes allá”. La mezquina utilización de la pobreza de la gente como carne de cañón para la provocación de ínfimo nivel, esto por parte de grupos afines al priismo, enviando gente de estratos populares con grandes carteles y pancartas facturadas en imprenta. Mismas personas que fueron devaluadas, otra vez, pero ahora por el desprecio clasista de quienes salían de su zonas blindadas a pugnar por una agenda cercana al panismo, mostrando cierto asombro al ver que la Explanada de los Héroes es un espacio público al que cualquier ciudadano puede concurrir y expresarse. La violencia empezó a surgir, insultos de un lado y de otro. Al francófono grito de “coup d'etat, coup d'etat” (golpe de estado) parte de la multitud intentó abrir las puertas del palacio del estado, aunque todos sabemos que el gobernador, Rodrigo Medina, no estaba ahí, que es un secreto a voces que no vive en la ciudad, y que su desprecio es tal que ni siquiera un comunicado enviaría. Unas voces, que se multiplicaron, gritaron un alto a la violencia que fueron opacando a las de los golpistas galiparlantes. Las organizaciones convocantes declararon que la manifestación había terminado, desmontaron el equipo de sonido y se fueron. Otros tantos empezaron a abandonar el sitio. Cuando daba media vuelta para irme decepcionado, unas voces ciudadanas empezaron a alzarse entre la confusión, voces casi perdidas en la densidad imperante. Escasos minutos para que las cosas se calmaran, se terminaron de ir quienes debían y entonces fue que verdaderamente empezó la manifestación. Nos quedamos los ciudadanos. De la confusa dispersión nos concentramos todos alrededor de las palabras. Rápidamente se organizó todo: fila para hablar quienes quisieran, no más de dos minutos. Al principio a capela, luego alguien prestó un megáfono... Escasos minutos bastaron para ir de la decepción al orgullo. Las propuestas están ahí, patentes en diversas crónicas hechas por algunos de los participantes. Diversos ángulos. Desde la compañía en el dolor de las víctimas hasta legítimas exigencias a los poderes gubernamentales. Desde el exhorto para proteger a los más vulnerables de nuestra sociedad, hasta arriesgadas propuestas cuestionando paradigmas impuestos desde el poder. Y el compromiso por mantener vivo este pequeño milagro ciudadano que ocurrió: tocándonos en tanto lo inesperado que fue. Así es que concertadas nuevas citas, el compromiso quedó manifiesto: Queremos crear ciudadanía para regenerar las instituciones públicas. ¿Qué se puede solucionar? ¿Se llegarán a acciones concretas? No lo sé, pero no me quiero quedar con la duda. Nos fuimos pensando que algo había ocurrido y que tal vez, aunque incipientemente, ya no éramos la misma ciudad, en el buen sentido. Y es en este punto que retomo las reflexiones iniciales de este texto. Esta es una ciudad, y una sociedad, a la que el dolor ha cimbrado. La ciudadanía terminará siendo otra por lo que la apelación a supuestos valores del pasado para enfrentar esta crisis resultan ya inaplicables. La creación de instituciones públicas fuertes, que garanticen el estado de derecho, la eficiencia, la seguridad, la igualdad y la conclusión de los privilegios, públicos y privados, es lo que nos daría un futuro viable. Para eso las élites empresariales regiomontanas tienen que tomar su parte de responsabilidad y estar dispuestas a ceder la preeminencia a una entidad pública sólida, democrática y transparente. Están en la capacidad de hacerlo y sería la prueba de su compromiso. Porque en la inclusión y la representatividad está el futuro de paz, no en los blindajes, la sectorización social, la visión patrimonialista y el mero ejercicio de la violencia oficial. Si quienes convocan al grito de “fuera Medina” no están pensando en ello. Si la representatividad democrática la ven como asegurarles voz a todos los que pasean por la Calzada San Pedro, nada más, entonces es que la historia no nos sirve de mucho. En pocas palabras, si exigimos la renuncia de Rodrigo Medina por su ineficiencia en materia de seguridad, debemos pedírsela también por prácticamente regalarle un bosque público a una empresa privada, por ejemplo... ¿Estamos dispuestos?

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