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viernes, 13 de diciembre de 2019

La cucaracha

La Cucaracha es un drama sobre la revolución mexicana, del año 1959, dirigido por Ismael Rodríguez. Protagonizado por María Félix, Dolores del Rio, Emilio Fernández, Antonio Aguilar, Flor Silvestre, Ignacio López Tarso, Pedro Armendáriz, Cuco Sánchez, entre otros.

El guion es de José Bolaños, Ricardo Garibay e Ismael Rodríguez; inspirados en el corrido popular de La Revolución Mexicana, “La Cucaracha”; siendo filmada en 1958, y estrenada en 1959, con una hermosa fotografía de Gabriel Figueroa. Internacionalmente se conoce a este filme como “The Soldiers of Pancho Villa”,

La cucaracha

Cuco Sánchez, Antonio Bribiesca

coro "... la cucaracha, la cucaracha..."
ya no puede caminar
coro "... porque le falta, porque no tiene..."
marihuana que fumar



Voy a cantar un corrido
que anda en toditas la voces
de una mujer de la tropa
que todo el mundo conoce
en el pueblo de conejos
por una calle muy quieta
viene triste y derrotado
el valiente Antonio Zeta

Iban los tres en silencio
sus pensamientos rumiando
mientras el destino ciego
los hilos iba tramando
en los cascos del caballo
suena el polvo del camino
ya se van, llora un cariño
un cariño mal logrado

Ya el águila voló
ya el nopal quedo solito
del fruto de tus amores
lloviznita del olvido
ya murió la cucaracha
ya la llevan a enterrar
entre cuatro zopilotes
y un gato de sacristán

Y aquí termina el corrido
que canto a la cucaracha

martes, 3 de diciembre de 2019

heresiarca

"No hay ninguna razón para suponer que los militares puedan gobernar bien. Nos llegan del más artificial de los mundos. Un mundo de jerarquías, órdenes, audiencias, arrestos, saludos, marchas, aniversarios, desfiles y ascensos. Costumbres que, por la repetición, se transforman en rituales. Han sido educados para obedecer, y se nutren en la esperanza de aumentar el mando. Nada de eso en este mundo se aproxima a la inteligencia (…) Es cierto, fue eliminado el terrorismo. Aquí ya no estallan bombas. Pero se ha implantado otro; el terrorismo silencioso de los secuestros y las ejecuciones clandestinas. Una justicia –llamémosla así–donde el acusado no tiene abogado defensor y ni siquiera fiscal: solamente acusadores. Eso ya no es justicia: es terrorismo. Se combate a la guerrilla, y al mismo tiempo se la toma como modelo".
Jorge Luis Borges



En 1976 Borges es invitado por la Universidad de Chile a recibir un doctorado honoris causa. Pinochet lo condecora con la orden Bernardo O´Higgins. Broges declara: "El es una excelente persona..." Para Borges era un honor defender al dictador chileno cuyos crímenes eran denunciados en todo el mundo. "(Lo defiendo) porque emocionalmente sentí que debía hacerlo. Ahí posiblemente ha hablado mi emoción más que mi forma. Los he defendido por razones emocionales ante todo y porque soy enemigo del comunismo. Creo que eso no es ningún misterio. No lo he podido ocultar. Yo siempre he sentido afecto por Chile y me parece que si ahora Chile está salvándose y de algún modo salvándonos, le debo gratitud. Yo, como argentino, le debo gratitud". En Borges se podía rastrear la voz de Leopoldo Lugones que había manifestado en los años ‘20 tuviera lugar “la hora de la espada”, algo que en su elogio a Pinochet se manifiesta con todas las letras

También Videla fue bendecido por Borges: "Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo que salvo al país de la ignominia, y le manifesté mis simpatías por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno". En su discurso en Chile, Borges pronuncio las siguientes palabras: "Y declaro preferir la espada de la libertad a la furtiva dinamita." ¿Pudiera ser esta frase un velado rechazo al premio Nobel? Nobel, inventor de la dinamita, fue referenciado en 1888 como el mercader de la muerte.

Antes de su visita a Chile, Borges recibió una llamada telefónica desde Suecia para pedirle que declinara la invitación del régimen de Pinochet. Borges respondió:  "Señor, después de lo que usted me ha dicho, aunque hubiera pensado no ir a Santiago para recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Chile, mi deber es ir, porque hay dos cosas que un hombre no debe permitir: sobornar o ser sobornado. Le agradezco mucho su llamada y su advertencia. Buenas Tardes."

Borges no dejó nunca de profesar un decidido anarquismo conservador:

"...se empieza por la idea de que el Estado debe dirigir todo; que es mejor que haya una corporación que dirija las cosas, y no que todo 'quede abandonado al caos, o a  circunstancias individuales'; y se llega al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea empieza como una hermosa posibilidad, y luego, bueno, cuando envejece es usada para la tiranía, para la opresión."

Borges fue un reaccionario en toda la línea. “La democracia es una superstición, basada en la estadística. Toda la gente no entiende de política, como no podemos entender todos de retórica, de psicología o de álgebra”, declaraba el escritor en 1976 al diario El País de España.

Esta idea de la calificación de las personas para decidir sobre la vida política es un eco de aquel cuento “La fiesta del monstruo”, donde junto a Adolfo Bioy Casares expresa sus temores y desprecio por las multitudes populares propio de la oligarquía argentina de la década del 40. Un Borges arrepentido sostendrá luego que "Escribí alguna vez que la democracia es un abuso de la estadística; yo he recordado muchas veces aquel dictamen de Carlyle, que la definió como el caos provisto de urnas electorales. El 30 de octubre de 1983, la democracia argentina me ha refutado espléndidamente", dice en Clarín el 22 de diciembre de 1983. La elasticidad moral de Borges es funcional a la elasticidad moral de los partidos de la burguesía argentina.

Jorge Luis Borges fue reivindicado por la restauración democrático-burguesa de 1983, al igual que Ernesto Sábato —autor del Prólogo al Nunca Más—, porque simbolizaba la idea de una cultura universal ajena a los avatares sanguinarios del terrorismo de Estado. Fue el pase silencioso de un escritor reaccionario, anticomunista y antiperonista que apoyo a los genocidas, a la apología de la democracia capitalista. Por otra parte los escritores militantes como Paco Urondo, Rodolfo Walsh o Haroldo Conti, no recibieron el mismo reconocimiento y, por su costado combatiente, fueron presentados simplemente como víctimas. Una manifestación de la elasticidad moral de las élites ilustradas de la Argentina.

Poema conjetural


El doctor Francisco Laprida,
asesinado el día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros de Aldao,
piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.

Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca,
con jinetes, con belfos y con lanzas.

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies las sombras de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.



En 1947, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escriben el cuento "La Fiesta del Monstruo". Con la firma de H. Bustos Domecq, que medio Argentina sabía que eran el seudónimo de Borges y Bioy Casares, se atrevieron a escribir la crónica más feroz de una de esas explosiones populistas propiciadas por Perón, el monstruo del cuento.

Le cayeron, por esos ataques, presumibles castigos. "El peronismo fue terrible –recordó Borges–. Nadie se acuerda de la quema de las iglesias ni de las personas que Perón metió presas; mi madre y mi hermana entre ellas. A mí me echaron de un puesto mínimo que ocupaba en una biblioteca del barrio de Almagro, y me nombraron inspector de aves y huevos. Cuando fui presidente de la Sociedad de Escritores, también en la época de Perón, un policía me seguía a todos lados. Fue una especie de segundo Rosas. Yo pienso en Perón con horror, como pienso en Rosas con horror".

La madre de Borges, Leonor Acevedo. al atender una de tantas llamadas amenazadoras
–"Te vamos a matar a vos y a tu hijo"–, contestó:
–No es una hazaña matar a mi hijo, que es viejo y ciego. En cuanto a mí, apúrense, porque por ahí me les muero antes…




Aquí empieza su aflición
Hilario Ascasubi
La Refalosa



La fiesta del monstruo

H. Bustos Domecq


Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama, tuve un serio oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno se encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité y, ya en tren de mandarnos un enfoque del panorama del día, entramos a hablar de la distribución de bufosos para el magno desfile, y de un ruso que ni llovido del cielo, que los abonaba como fierro viejo en Berazategui.
....

Era un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo. El pelo era colorado, los libros bajo el brazo y de estudio. Se registró como un distraído que cuasi se lleva por delante a nuestro abanderado, Spátola. Bonfirraro, que es el chinche de los detalles, dijo que él no iba a tolerar que un impune desacatara el estandarte y foto del Monstruo. Ahí nomás lo chumbó al Nene Tonelada, de apelativo Cagnazzo, para que procediera. Tonelada, que siempre es el mismo, me soltó cada oreja, que la tenía enrollada como el cartucho de los manises y, cosa de caerle simpático a Bonfirraro, le dijo al rusovita que mostrara un cachito más de respeto a la opinión ajena, señor, y saludara a la figura del Monstruo. El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión. El Nene, que las explicaciones lo cansan, lo arrempujó con una mano que si el carnicero la ve, se acabó la escasez de la carnasa y el bife de chorizo. Lo rempujó a un terreno baldío, de esos que en el día menos pensado levantan una playa de estacionamiento y el punto vino a quedar contra los nueve pisos de una pared senza finestra ni ventana. De mientras los traseros nos presionaban con la comezón de observar y los de fila cero quedamos como sangüche de salame entre esos locos que pugnaban por una visión panorámica y el pobre quimicointas acorralado que, vaya usted a saber, se irritaba. Tonelada, atento al peligro, reculó para atrás y todos nos abrimos como abanico dejando al descubierto una cancha del tamaño de un semicírculo, pero sin orificio de salida, porque de muro a muro estaba la merza. Todos bramábamos como el pabellón de los osos y nos rechinaban los dientes, pero el camionero, que no se le escapa un pelo en la sopa, palpitó que más o menos de uno estaba por mandar in mente su plan de evasión. Chiflido va, chiflido viene, nos puso sobre la pista de un montón aparente de cascote, que se brindaba al observador. Te recordarás que esa tarde el termómetro marcaba una temperatura de sopa y no me vas a discutir que un porcentaje nos sacamos el saco. Lo pusimos de guardarropa al pibe Saulino, que así no pudo participar en el apedreo. El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante; el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. Cuando sonaron las campanas de Monserrat se cayó, porque estaba muerto. Nosotros nos desfogamos un rato más, con pedradas que ya no le dolían. Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortapluma en lo que hacía las veces de cara.

.....




El otro


L’hydre —univers tordant son corps écaillé d’astres.

...
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.

El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.

Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.

—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté—no es más que una abstracción.

Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.

...



Biografía de Tadeo Isidoro Cruz

Jorge Luis Borges


I'm looking for the face I had
Before the world was made.
Yeats: The winding stair.

... Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.

LA FAMA


Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.
Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.
Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.
Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.
Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.
Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.
Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.
Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica.
Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.
No ser codicioso de islas.
No haber salido de mi biblioteca.
Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.
Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.
Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine.
Haber urdido algún endecasílabo.
Haber vuelto a contar antiguas historias.
Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas.
Haber eludido sobornos.
Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como todos los hombres) de Roma.
Ser devoto de Conrad.
Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
Ser ciego.
Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender.

herejía

Error sostenido con pertinencia; sentencia errónea contra los principios ciertos de un arte.

heresiarca

Fundador de una herejía.


Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.




Fuente: Diario Clarín, 31 de julio de 1985.


He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio, había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas “sesiones” cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros, enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día.

Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De éste o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno.

Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita.

De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal. ¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: “Somos los anunciados, los previstos, / si hay un Dios, si hay un punto Omnisapiente; / ¡y antes de ser, ya son, en esa mente, los Judas, los Pilatos y los Cristos!

Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice. Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el Código Civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar




El sur

Jorge Luis Borges


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica.

....

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.



Juan López y John Ward.


Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras. López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer El Quijote. El otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte. Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel. Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen. El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.