Alfonso Reyes
I
En vano ensayaríamos una voz que les recuerde algo a los Hombres,
alma mía que no tuviste a quien heredar;
En vano buscamos, necios, en ondas del mismo Leteo,
Reflejos que nos pinten las estrellas que nunca vimos.
Como el perro callejero, en quien unas a otras se borran
Las marcas de los atavismos, O como el canalla civilizado
-heredera de todos, alma mía, mestiza irredenta, no
tuviste a quien heredar.
Y el hombre sólo quiere oír lo que sus abuelos contaban;
Y los narradores de historias
buscan el Arte Poética en los labios de la nodriza.
Pudo seducirnos la brevedad simple, la claridad elegante,
La palabra única que salta de la idea como bota el
Luchador sobre el pie descalzo...
Mientras el misterio lo consentía, mientras el misterio
Lo consentía.
II
Alma mía, suave cómplice:
No se hizo para nosotros la sintaxis de todo el mundo,
Ni hemos nacido, no, bajo la arquitectura de los Luises
¿Quién, a la hora del duende, no vio escaparse la esfera,
rodando, de la mano del sabio?
Con zancadas de muerte en zanco échase a correr el
Compás, acuchillando los libros que el cuidado olvidó en
La mesa.
Así se nos han de escapar las máquinas de precisión,
Las balanzas de Filología,
Mientras las pantuflas bibliográficas nos pegan a la
Tierra los pies.
(Y un ruido indefinible se oía, y el buen hombre se daba
a los diablos.
Y cuando acabó de soñar, pudo percatarse de que aquella
noche los ángeles -¡los ángeles!- habían cocinado para él.)
III
San Isidro, patrón de Madrid, protector de la holgazanería;
San Isidro Labrador: quítame el agua y ponme el sol.
San Isidro, por la mancero que nunca tu mano tocara;
San Isidro: quítame el sol, a cuya luz se espulgó la
Canalla; quítame el sol y ponme el agua.
Si por los cabellos arrastras la vida,
como arrastra el hampón la querida.
Ella trabajará para ti
San Isidro, patrón de Madrid: deja que los ángeles
Vengan a labrar,
Y hágase en todo nuestra voluntad.
IV
Bíblica fatida de ganarse el pan,
desconsiderado miedo a la pobreza.
Con la cruz de los brazos abiertos
¡quién girara al viento como veleta!
Fatiga de ganarse el pan:
como la cintura de Saturno,
ciñe al mundo la Necesidad.
La Necesidad, maestra de herreros,
Madre de las rejas carcelarias
y de los barrotes de las puertas;
Tan bestial como la coz del asno
en la cara fresca de La molinera,
Y tan majestuosa como el cielo.
Odio a la pobreza: para no tener que medir
por peso tantos kilogramos de hijos y criados;
Para no educar a los niños en escasez de juguetes y flores;
Para no criar monstruos despeinados,
que alcen mañana los puños contra la nobleza de la vida.
Pero ¿vale más que eso ser un Príncipe sin corona, si
Un Príncipe Internacional,
Que va chapurrando todas las lenguas
y viviendo por todos los pueblos,
entre la opulencia de sus recuerdos?
¿Valen más las plantas llagadas por la poca costumbre de andar
que las sordas manos sin tacto, callosas de tanto afanar?
Bíblica fatiga de ganarse el pan,
desconsiderando miedo a la pobreza.
Alma, no heredamos oficio ninguno - ama loca sin economía.
Si lo compro de pan, se me acaba;
Si lo compro de aceite, se me acaba.
Compraremos una escoba de paja.
Haremos
Con la paja
Una escalera.
La escalera ha de llegar hasta el cielo.
Y, a tanto trepar, hemos de alcanzar,
Siempre adelantando una pierna a la otra.
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miércoles, 8 de febrero de 2012
martes, 7 de febrero de 2012
SOL DE MONTERREY
El regiomontano, cuando no es hombre de saber, es hombre de sabiduría. Sin asomo de burla pudiera afirmarse que es un héroe en mangas de camisa, un paladín en blusa de obrero, un filósofo sin saberlo, un mexicano sin posturas para el monumento y hasta creo que un hombre feliz. Por cuanto no hay más felicidad terrena que la de cerrar cada noche el ciclo de los propósitos cotidianos, fielmente cumplidos, y el despertar cada mañana.., con el ánimo bien templado para las determinaciones saludables.
Alfonso Reyes
No cabe duda: de niño,
a mí me seguía el sol.
Andaba detrás de mí
como perrito faldero;
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
Saltaba de patio en patio,
se revolcaba en mi alcoba.
Aun creo que algunas veces
lo espantaban con la escoba.
Y a la mañana siguiente,
ya estaba otra vez conmigo,
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
(El fuego de mayo
me armó caballero:
yo era el niño andante,
y el sol, mi escudero.)
Todo el cielo era de añil;
Toda la casa, de oro.
¡Cuánto sol se me metía
por los ojos!
Mar adentro de la frente,
a donde quiera que voy,
aunque haya nubes cerradas,
¡oh cuánto me pesa el sol!
¡Oh cuánto me duele, adentro,
esa cisterna de sol
que viaja conmigo!
Yo no conocí en mi infancia
sombra, sino resolana.-
Cada ventana era sol,
cada cuarto era ventanas.
Los corredores tendían
arcos de luz por la casa.
En los árboles ardían
las ascuas de las naranjas,
y la huerta en lumbre viva
se doraba.
Los pavos reales eran
parientes del sol. La garza
empezaba a llamear
a cada paso que daba.
Y a mí el sol me desvestía,
para pegarse conmigo,
despeinado y dulce,
claro y amarillo:
ese sol con sueño
que sigue a los niños.
Cuando salí de mi casa
con mi bastón y mi hato,
le dije a mi corazón:
-¡Ya llevas sol para rato!-
Es tesoro – y no se acaba:
no se acaba – y lo gasto.
Traigo tanto sol adentro
Que ya tanto sol me cansa.-
Yo no conocí en mi infancia
Sombra, sino resolana.
YERBAS DEL TARAHUMARA
de Alfonso Reyes
Han bajado los indios tarahumaras,
que es señal de mal año
y de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros en la lustrosa piel manchada,
denegridos de viento y de sol, animan
las calles de Chihuahua,
lentos y recelosos,
con todos los resortes del miedo contraídos,
como panteras mansas.
Desnudos y curtidos,
bravos habitadores de la nieve
-como hablan de tú-,
contestan siempre así la pregunta obligada:
-"Y tu ¿no tienes frío en la cara?
Mal año en la montaña,
cuando el grave deshielo de las cumbres
escurre hasta los pueblos la manada
de animales humanos con el hato e la espalda.
Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
-esos corderos de corazón de león.
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.
Beben tesgüiño de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores;
y larga borrachera metafísica
los compensa de andar sobre la tierra,
que es, al fin y a la postre,
la dolencia común de las razas de los hombres.
Campeones de la Maratón del mundo,
nutridos en la carne ácida del venado,
llegarán los primeros con el triunfo
el día que saltemos la muralla
de los cinco sentidos.
A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y todo el día rompen los terrones,
sentados en la calle,
entre la envidia culta de los blancos.
Hoy solo traen yerbas en el hato,
las yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz, limoncillo, simonillo,
que alivian las difíciles entrañas,
junto con la orejela de ratón
para el mal que la gente llama "bilis";
y la yerba del venado, del chuchupaste
y la yerba del indio, que restauran la sangre;
el pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba para las fiebres pantanosas,
la yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares de semillas de ojos de venado,
tan eficaces para el sortilegio;
y la sangre de grado, que aprieta las encías
y agarra en la nariz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández
-El Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos-
logró hasta mil doscientas plantas mágicas
de la farmacopea de los indios.
Sin ser un gran botánico,
don Felipe Segundo
supo gastar setenta mil ducados,
¡para que luego aquel herbario único
se perdiera en la incuria y el polvo!
Porque el padre Moxó nos asegura
que no fue culpa del incendio
que en el siglo décimo séptimo
aconteció en El Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga,
los indios van juntando sobre el suelo
la yerbecita en haces
-perfectos en su ciencia natural.
Han bajado los indios tarahumaras,
que es señal de mal año
y de cosecha pobre en la montaña.
Desnudos y curtidos,
duros en la lustrosa piel manchada,
denegridos de viento y de sol, animan
las calles de Chihuahua,
lentos y recelosos,
con todos los resortes del miedo contraídos,
como panteras mansas.
Desnudos y curtidos,
bravos habitadores de la nieve
-como hablan de tú-,
contestan siempre así la pregunta obligada:
-"Y tu ¿no tienes frío en la cara?
Mal año en la montaña,
cuando el grave deshielo de las cumbres
escurre hasta los pueblos la manada
de animales humanos con el hato e la espalda.
Los hicieron católicos
los misioneros de la Nueva España
-esos corderos de corazón de león.
Y, sin pan y sin vino,
ellos celebran la función cristiana
con su cerveza-chicha y su pinole,
que es un polvo de todos los sabores.
Beben tesgüiño de maíz y peyote,
yerba de los portentos,
sinfonía lograda
que convierte los ruidos en colores;
y larga borrachera metafísica
los compensa de andar sobre la tierra,
que es, al fin y a la postre,
la dolencia común de las razas de los hombres.
Campeones de la Maratón del mundo,
nutridos en la carne ácida del venado,
llegarán los primeros con el triunfo
el día que saltemos la muralla
de los cinco sentidos.
A veces, traen oro de sus ocultas minas,
y todo el día rompen los terrones,
sentados en la calle,
entre la envidia culta de los blancos.
Hoy solo traen yerbas en el hato,
las yerbas de salud que cambian por centavos:
yerbaniz, limoncillo, simonillo,
que alivian las difíciles entrañas,
junto con la orejela de ratón
para el mal que la gente llama "bilis";
y la yerba del venado, del chuchupaste
y la yerba del indio, que restauran la sangre;
el pasto de ocotillo de los golpes contusos,
contrayerba para las fiebres pantanosas,
la yerba de la víbora que cura los resfríos;
collares de semillas de ojos de venado,
tan eficaces para el sortilegio;
y la sangre de grado, que aprieta las encías
y agarra en la nariz los dientes flojos.
(Nuestro Francisco Hernández
-El Plinio Mexicano de los Mil y Quinientos-
logró hasta mil doscientas plantas mágicas
de la farmacopea de los indios.
Sin ser un gran botánico,
don Felipe Segundo
supo gastar setenta mil ducados,
¡para que luego aquel herbario único
se perdiera en la incuria y el polvo!
Porque el padre Moxó nos asegura
que no fue culpa del incendio
que en el siglo décimo séptimo
aconteció en El Escorial.)
Con la paciencia muda de la hormiga,
los indios van juntando sobre el suelo
la yerbecita en haces
-perfectos en su ciencia natural.
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