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miércoles, 7 de agosto de 2013

LO NECESARIO Y LO SUPERFLUO

Año: 12, Mayo 1970 No. 221

N.D. «No hay nada más práctico que una buena teoría», decía José Figueres, presidente electo de Costa Rica. En efecto, debemos reconocer que los actos de las personas dependen de las teorías que sustentan, y los resultados, por tanto, dependen de si la teoría sustentada es verdadera o falsa. Si la teoría económica que enseña que la riqueza de unos es la causa de la pobreza de otros fuera verdadera, Ia lucha de clases sería comprensible. Pero tal no es el caso, y resulta que la lucha trágica, estéril e irracional que hoy prevalece en el mundo es, en gran parte, resultado de las teorías económicas equivocadas que personas autorizadas en eI campo moral y religioso, pero no en el económico, difunden con toda ingenuidad, buena fe e ignorancia Pero no bastan las buenas intenciones. No es ni científicamente correcto ni humanamente fecundo desarrollar teoría económica pensando con el corazón o con el hígado. Igual daño hace un malintencionado que un santo. cuando predica teorías falaces que inducen a los hombres a la violencia.


ALBERTO C. SALCEDA

En otra ocasión comenté la encíclica «Popularum progressio», lamentando que en ella se difundan errores graves que minan la moral, deforman las bases de la estructura social y ponen en peligro la libertad, la paz y el bienestar de todos.

Ahora nos detendremos en una sola frase. Dice el Papa: «No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás le falta lo necesario».

Aquí se contiene el mismo principio que con tanta frecuencia venimos oyendo en estos últimos tiempos, y que en México se expresa de preferencia en la forma que le dio nuestro admirable Díaz Mirón en un momento de obnubilación:

Nadie tendrá derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de lo estricto.

Nadie sabe con precisión, y en consecuencia, nadie nos ha hecho el favor de definir qué es lo necesario y qué es lo superfluo así, en general, y sin relación con algún fin determinado. Pero esta imprecisión sirve admirablemente para justificar todos los despojos y todos los despotismos, para decorar las envidias y los resentimientos y para infectar las conciencias de los que algo poseen, inoculándolas con el complejo de culpa.

El principio que estamos considerando ¿quiere decir que nadie tiene derecho a la educación universitaria mientras alguien carezca de educación primaria, y que por ello debemos clausurar todas las universidades? ¿Quiere decir que nadie tiene derecho a la educación primaria mientras alguien carezca de alimento y vestido, y que, en consecuencia, debemos cerrar todas las escuelas? ¿Quiere decir que no debemos construir ni usar templos, teatros, ni salas de concierto, mientras alguien carezca de vivienda confortable? ¿Que no debemos usar lociones, perfumes ni jabón mientras haya hambre en India? ¿Que no podemos bailar ni tocar la flauta si falta quién labre la tierra en el Africa Central y quién acarree alimentos a los países subdesarrollados? ¿Que nadie debe fumar ni mascar chicle hasta que los patagones hagan tres comidas al día? ¿Que nadie tiene derecho a escribir cartas ni versos en que se proclame que: nadie tendrá derecho a lo superfluo, mientras alguien carezca de lo estricto, mientras alguien carezca de lo estricto?

Escala de valores

Es cierto que las necesidades del hombre son muy diversas y que entre ellas hay algunas más importantes o más apremiantes que otras, lo que las coloca en escala de valores. Pero como la mente humana es tan compleja y como las diferencias entre los individuos son innumerables, sólo cada quien puede juzgar de sus necesidades y establecer para sí su propia escala de valores.

Si pretendemos determinar qué sea «lo necesario» para todos los hombres en general, no podemos pasar de aquello estrictamente indispensable para la supervivencia, es decir, un poco de alimento bruto: hierbas y frutos silvestres o carne cruda, sin poder definir siquiera cantidad o calidad. Todo lo que exceda de esto, desde la mítica hoja de parra, es superfluo. Ni siquiera el vestido es estrictamente indispensable, como lo demuestran los habitantes de la Tierra del Fuego, que viven desnudos en uno de los lugares más fríos de la Tierra.

Inmediatamente se objetará que esto no satisface las necesidades de una vida «humana», y que son las necesidades de una vida humana las que hay que satisfacer. ¡Ah! Pero entonces ya no tendremos límite ni criterio alguno. Porque lo humano es variable hasta el infinito y nunca plenamente satisfactible. Lo humano es la comodidad, el arte, la ciencia, los placeres y los goces del espíritu. ¿Quién habrá que mida y gradúe estas cosas con alcance universal y con criterio objetivo? Si entre lo necesario incluimos el alimento guisado, aderezado y condimentado, tendremos que acabar incluyendo allí el faisán trufado a la borgoñona. Y el Rolls Royce y el chalet en la Costa Azul y los collares de esmeraldas. El hombre siempre aspira a algo más, a mucho más que aquello que le permite simplemente sobrevivir.

La cultura y lo superfluo

Cuando el troglodita de Altamira decoraba su cueva con pinturas de animales, ya estaba gozando de algo superfluo, en lugar de irse a cazar para llevar comida a los hambrientos. Mucha gente no percibe que el ascético odio a lo superfluo es odio a la civilización; que la lucha contra lo superfluo es la lucha contra lo humano.

Si pedimos a quienes sostienen ese aforismo, que nos describan, aunque sea sólo aproximadamente, adónde llegan los límites de lo necesario, nos encontraremos con que sus descripciones sólo pueden resumirse de la siguiente manera: necesario es todo lo que yo tengo y algo más que estoy deseando; superfluo es todo lo que los otros tienen en exceso sobre lo que yo poseo. Si interrogamos al fraile de que habla Fray Luis de León, hallamos que

su casa y celda estrecha

alcázar le parece torreado,

la túnica deshecha

vestido recamado

y el duro suelo lecho delicado.

Pero éste no será el criterio de un líder obrero y no puede ser el de un revolucionario expresidente de la República, que, al regresar de un viaje a India, declaró a los periodistas que él se contaba entre los pobres que constituyen el 90% de la población de México. Tampoco el criterio de este expresidente puede ser el de los empresarios mexicanos partidarios de la doctrina de la justicia social, que viven en casas más lujosas, amplias y cómodas que la del dicho expresidente y que, si las consideran superfluas, ya las habrían repartido entre los que habitan en cuevas o en chozas de láminas de hojalata en las afueras de nuestra ciudad.

Derecho a lo superfluo

Se dice en la encíclica que «no hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad, cuando a los demás les falta lo necesario». ¡Válgame Diosl ¿Cómo es posible que no se vea que para que el legítimo propietario se reserve algo en uso exclusivo hay la mejor de las razones: la de la creación? La razón que el propietario tiene para reservarse algo, es la de haberlo creado, o directamente, si lo produjo por sí mismo, o indirectamente, si lo obtuvo de otro por cambio voluntario de lo que él había producido. Y en contra no hay ninguna razón, porque el hecho de que él haya creado una cosa no ha sido causa de la carencia que los demás padezcan. Antes de que él la creara, ya los demás carecían. Cúlpese de esta carencia a cualquier ser del cielo o de la Tierra, pero no al que produjo algo para sí.

Lo necesario depende de lo superfluo

Quitar el derecho a lo superfluo es dificultar grandemente la consecución de lo necesario. Supongamos que haya quien considere que la tiara del Papa supera a su propia necesidad, cuando tantos hombres padecen hambre y frío, y diga, como Judas en el caso de la unción de Betania: «¿Por qué no se vende esto en más de trescientos denarios y se da su producto a los pobres?». Pero, para lograr este propósito, será indispensable que haya alguien que quiera y pueda comprar la tiara. Y para el que la compre (probablemente un petrolero tejano) la tiara será más superflua aun que para Su Santidad. Sólo gracias al apetito de lo superfluo y a la posibilidad de adquirirlo se habrá podido disponer del dinero necesario para comprar comida y ropa. Y como el dinero por sí mismo no puede satisfacer directamente las necesidades de alimentos y vestidos, habrá que comprarlos a quienes los producen. Ahora bien, los productores sólo los producen voluntariamente para su venta cuando esperan adquirir a cambio cosas no necesarias estrictamente para ellos mismos.

Detengámonos un momento a considerar: ¿a qué se debe que pueda sobrevivir y progresar y reproducirse cada vez en mayor proporción un grupo tan grande como el grupo humano que hoy puebla la Tierra? ¿Quiénes son los individuos que producen alimentos y vestidos en cantidades enormes y cada vez más crecientes para satisfacer las necesidades más graves de la mayor parte, al menos, de la humanidad? ¿Quiénes son los hombres que han inventado y los que producen en inmensas cantidades las medicinas, sueros, vacunas y hormonas que han acabado con las grandes pestes y que llevan todos los días la vida y la salud a millones de seres? Todos son individuos humanos que han gozado del sagrado apetito, del derecho y de la posibilidad de «reservarse en uso exclusivo lo que supera a su propia necesidad». Sólo gracias a que han existido hombres con superabundancia de riqueza material, de preparación técnica y cultural y de disponibilidad de tiempo, se han podido lograr los fabulosos progresos de la ciencia y de la industria de que hoy disfrutamos y que, además de haber elevado el nivel de vida de muchos millones de trabajadores, producen cada vez más, cada vez mejores y cada vez más asequibles satisfactores de las más apremiantes necesidades de la humanidad.

Si quitamos a los hombres el derecho y la posibilidad de adquirir «lo que supera a la propia necesidad», les quitamos el móvil de la producción. Cada quien se limitará a crear lo indispensable para su supervivencia y ya no habrá excedentes para atender a los menos capacitados y más necesitados.

Entonces, si se quiere seguir sosteniendo el principio que venimos estudiando, no habrá otro remedio que obligar a los hombres por la fuerza a producir hasta el límite de su capacidad, para poder distribuir entre todos lo producido, dando a cada uno en la medida de su necesidad; para lo cual tendrá que haber un grupo de arbitrarios valuadores, que fijen a su capricho la habilidad y la necesidad de cada quien, y una poderosa y dura organización de coerción que imponga el trabajo y haga la distribución. Y esto es precisamente el comunismo.

Con lo que vemos que los principios en que se funda la encíclica conducen forzosamente, por virtud de su lógica interna, al comunismo y a la esclavitud total.

Así lo están demostrando, a los ojos de todo el que quiere verlo, los miembros de las guardias rojas de China , que hoy tienen horrorizado al mundo y que no están haciendo sino llevar estos principios a la práctica.

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