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martes, 25 de junio de 2013

El tramite de vivir

Juan Villoro


En "Más Pequeños que el Guggenheim", extraordinaria obra de teatro de Alejandro Ricaño, un personaje descubre que hay becas para Jóvenes Creadores y solicita una amparado en este argumento: desde un punto de vista burocrático, puede ser joven (el Estado benefactor ubica el límite de la juventud en 35 años, y el personaje en cuestión tiene 37, pero también eso se arregla burocráticamente).

La pieza pone en escena la picaresca de quienes no tienen otra motivación que buscar un subsidio. No es difícil simpatizar con estos Robin Hoods de los trámites que buscan una recompensa donde solemos obtener agravios.

La burocracia mexicana es el territorio sobrenatural donde los efectos se desprenden de las causas. Su único principio lógico es el expediente en regla. La manera humana de llegar ahí sale sobrando.

En esa ecología, las teorías de Darwin no se aplican. Ahí no sobrevive el más apto porque se trabaja para obstaculizar. Los sellos y las páginas foliadas representan cerrojos de seguridad, y el trámite sencillo resulta sospechoso. En Corea del Sur puedes fundar una empresa en tres días; en México, país con vocación teológica, las oficinas dependen de una cosmogonía sin principio ni fin.

He desperdiciado tantas horas haciendo cola, que solicité la tarjeta Aeroméxico-Banamex porque prometían darla en 15 minutos. El banco cumplió, haciéndose merecedor de los 15 minutos de fama pronosticados por Andy Warhol. Pero si el trámite es perfecto, pierde su condición vernácula, y nuestras oficinas son patriotas. Como ya tengo un número de Club Premier, pedí que mi tarjeta se asociara a esos dígitos. Entonces me dijeron lo siguiente: "Con su primer estado de cuenta recibirá un nuevo número de viajero frecuente. A partir de ese momento puede hacer un trámite de unificación para quedarse con un solo número". Sugerí inscribir en ese momento el número que ya tengo, pero me explicaron que ese ahorro de papeleo es imposible.

Escribo estas líneas mientras asisto a un congreso en el que te colocan una pulsera de plástico para obtener alimentos. Sin embargo, esto no ahorra el trámite habitual de dar el número del cuarto y firmar la cuenta (que está en ceros). ¿Por qué llevamos entonces el vistoso grillete de cortesía?

Duplicar trámites es una superstición de seguridad que recuerda a las abuelas que cerraban la puerta con "doble llave".

Los enigmas burocráticos llegan a involucrar situaciones de vida o muerte. Los profesores eméritos de la Universidad no dan clases y rara vez se paran por las aulas. Como casi nunca se les ve, una vez al año deben firmar un documento que acredite que siguen respirando. El trámite se llama Prueba de Vida. Hasta aquí todo es razonable, pues la institución no puede pagarle a un difunto. Pero también es razonable que un emérito de avanzada edad olvide hacer la diligencia.

Fue lo que le sucedió a mi padre. Con la ayuda del Instituto de Investigaciones Filosóficas, llené el documento correspondiente para resarcir el olvido y lo enviamos a Conacyt, donde enfrentamos una situación ultraterrena. Burocráticamente, estar vivo no es prueba de existencia; tampoco lo es llenar la constancia que así lo acredita. Eso sólo adquiere realidad cuando un funcionario con firma autorizada avala el suceso. Por desgracia, a varios meses del cambio de Gobierno el encargado de dar fe de subsistencia no ha sido nombrado. Si los personajes de Ricaño son burocráticamente jóvenes, los que aguardan junto a mi padre son burocráticamente zombis.

"Una palabra tuya bastará para sanar mi alma", dice la liturgia católica. Quien crea que esa frase espera demasiado de Dios tiene que compararla con la que pronunciamos quienes esperamos al anhelado funcionario del Conacyt: "Una firma tuya bastará para resucitar a mi padre".

También morir enfrenta trabas oficinescas. En 1990 mi tío jesuita, Miguel Villoro Toranzo, falleció cuando se disponía a dar una clase en la Universidad Iberoamericana. Fui el primer pariente en ser localizado, así es que me ocupé de los trámites de defunción, en compañía de un amigo médico. Donde decía "Nombre Completo" anoté el que escribí arriba.

Meses después, cuando ya se habían celebrado varias misas de difunto, resultó que mi tío estaba burocráticamente vivo. Como tantas personas, había sido bautizado con nombres que nunca utilizó. El certificado de defunción y las facturas de la funeraria eran pruebas irrelevantes en la esotérica región de los archivos. Para que el fallecimiento fuera legal, mi tío debía volver a morir con todos sus nombres. El trámite me deprimió tanto que sentí que perdía a tres parientes.

De niño, le rezaba a la Virgen del Tránsito para llegar a tiempo a la escuela, sin saber que se trataba de la patrona del viaje al más allá. Ahora le rezo para aliviar problemas con la burocracia, esa región de la que parece no haber retorno.


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