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domingo, 16 de junio de 2013

Carácter de la conquista española en América

Carácter de la conquista española en América y en México según los textos de los historiadores primitivos


Genaro García


MÉXICO



Desde muy atrás pensóse en España que no había cosa más meritoria ante el pueblo y ante Dios que la matanza de los infieles; dícenos un insigne historiador, refiriéndose al rey don Fernando I de Castilla: "Gozaba en su reino de una paz muy sosegada, las cosas del gobierno las tenia muy asentadas; mas por no estar ocioso acordó hacer la guerra á los moros. Parecíale que por ningún camino se podía mas acreditar con la gente ni agradar mas á Dios que con volver sus fuerzas á aquella guerra sagrada."^ Estas ideas no pudieron ser extirpadas por la guadaña de la civilización, y antes bien echaron hondas raíces con el transcurso de los tiempos; el clero mismo desvirtuó desde temprano su misión de concordia y caridad, y llegó hasta usurpar la palabra de Dios para predicar en pulpitos y plazas el exterminio de los infieles, con lo cual produjo, entre otros resultados funestos, la matanza general de los judíos que en 1391 ejecutó el pueblo español en masa, azuzado por fray Pedro de Olligoyen y el canónigo Ferrán Martínez. Todavía afines del siglo XVI, "D. José Esteve, obispo de Orihuela en los comentarios sobre los libros de los Macabeos, obra dedicada al Papa Clemente VIII, explica los casos en que una persona particular puede sin autoridad pública quitar la vida á los hereges é infieles: decide que se puede matar sin escrúpulo á los renegados, y que los Reyes de España deberían matar á los moros ó echarlos de sus dominios, aunque fuese quebrantando los pactos hechos por sus predecesores. Pone en cuestión si los hijos pueden asesinar á sus padres idólatras ó hereges, y tiene por licito y corriente hacerlo con los hermanos y aun con los hijos.'""'

Dados tales antecedentes, sin entrar en otras consideraciones, se pudo predecir, llegada la hora del descubrimiento de América, que la conducta de los conquistadores españoles seria despiadada, toda vez que iban á encontrarse frente á frente de una población idólatra, formada de individuos "más semejantes á bestias feroces que á criaturas racionales." La predicción habría quedado plenamente comprobada; esos conquistadores casi despoblaron las Indias: creían "que por ser (los indios) gentes sin fe, podían indiferentemente matarios, cautivarlos, tomarles sus tierras, posesiones y señoríos -e cosas, e dello ninguna conciencia se hacia."

Empero, en los informes verbales que daban al reino los conquistadores que volvían á la Península, lo mismo que en las cartas ó relaciones que escribieron, procuraron naturalmente, para evitar probables responsabilidades y ganar mercedes y privilegios del reino español, enaltecer sus propios hechos, callando, ó atenuando al menos, cuanto les era desfavorable, y pintando á los indígenas como feroces y detestables idólatras plagados de todos los vicios; decía el bachiller Luis Sánchez: "quasi todos los que vienen de Indias y dende allá escriben, informan mal y á su gusto, que es el interese, el qual an de sacar forzoso de los indios, y en esto todos son á una, todos desean vivir en aquella libertad y anchura, y que nadie les vaya á la mano; y no an de informar lo que á ellos les está mal, porque no se remedie."

Verdad es que poco tardaron en llegar á España documentos fidedignos completamente contrarios á dichas relaciones; pero la monarquía hizo que se sepultasen luego en sus archivos y permanecieran allí bajo el secreto más riguroso, porque pensó, que si se les daba publicidad, la nación española se desprestigiaría enormemente, fuera de que "debían levantar borrasca de pasiones," y servirían "para dividir á sus
individuos de ambos mundos y sembrar entre ellos la discordia." No faltaron tampoco emigrantes que al regresar á España dijeran la verdad; fueron "muy pocos (según decía el propio bachiller Luis Sánchez, agregando) y como...'... no les dan crédito, ni á las veces oídos cánsanse ydéxanlo."

Á pesar de que entre los historiadores que desde un principio escribieron acerca de la Conquista, hubo quienes tuvieran á la vista los más fehacientes documentos, sólo los aprovecharon en cuanto podían favorecer á los intereses de España; el cronista mayor Antonio de Herrera, por ejemplo, consultó para escribir su obra, leemos en un informe dado entonces por el Colegio Hispano Boloniense, "los papeles, cartas, libros e escripturas que se fallaron en los Archivaos de los Secretarios que subceclieron en los Rexistros e Protocolos de las Indias, e en los Archivos del Colexio de San Gregorio de Valladolid, que por mandado de Su Maxestad se lentregaron al Cronista; los quales conthienen cosas abominables e peores que las quescribe, e dexa munchas descrebir por modestia, e por conservación de la onra de la Nación, non siendo fasta ahora públicas á los estranxeros." Confiesa esto el mismo cronista mayor, al escribir: *'E quanto a la cobdycia e granxerias de Pedrárias, aunque el Coronista a fallado un mundo de papeles, a proscedido con modestia en esto, como en todo, porque •'ymjplicitas et modestia Leo grata sunt.

De tal suerte, la historia de la Conquista, groseramente falseada, continuó siendo una serie de panegíricos encomiásticos para los conquistadores, y de acerbas diatribas para los indígenas.

Hubo no obstante quien en pleno siglo XVI dejara oír la voz de la verdad sin enmudecer ante la opinión general ni arredrarse ante las temibles iras de infinitos enemigos; fué el inmaculado, el excelso, el venerando don fray Bartolomé de Las Casas, el cual "Desde sus primeros años tuuo muy intima amistad con los estudios de la virtud, y letras;" "padre de los desamparados, y como le llamauan en la Corte, 'el Apóstol de las Indias;"^ cuya vida "fué gastada en bien,yprouecho de las almas, assi de los Españoles, como de los naturales destas partes,"* y "en la defensa de los Indios vnico."

Habiendo tenido oportunidad de conocer íntimamente la conducta de los conquistadores, descubrió que toda ella constituía una larga serie de horrendas crueldades, y justamente indignado entonces en contra de sus compatriotas, y á la vez compadecido hasta grado sumo de las víctimas, los inocentes indios, para los cuales tuvo siempre caridad inagotable, atrevióse á publicar en España, su propia patria, lo que ningún otro español había osado antes ni ha intentado después, á saber: que la Conquista de América fué solamente una obra de bárbara destrucción; "aun antes de tomar (el hábito religioso) con cristianísimo y piadoso celo (escribe Mendieta), comenzó á llorar ante la clemencia divina y clamar ante los reyes católicos, poco antes de su muerte, y de D. Carlos su nieto la gran destruición y asolamiento que nuestros españoles hacian en los indios naturales de estas regiones."

Los asertos del sublime defensor de los indios fundábanse, ó bien en hechos que él mismo había presenciado y que refería "con protestación y juramento (de decir verdad)," ' ó bien en documentos irrefutables, una "gran multitud de cartas mensajeras (dícenos) de diversos é muchos religiosos de las tres Órdenes, y de otras muchas personas, y de casi todas las Indias, avisándome de todos los males é agravios é injusticias qué los de nuestra nación hacian é hacen hoy consumiendo y destruyendo aquellas gentes naturales dellas, sin culpa alguna con que nos hayan ofendido;" ^ en otro lugar manifiesta el bienaventurado sacerdote que sabía cuanto acontecía en las Indias, "por las muchas y continuas cartas y relaciones y clamores que de muchos cada dia rescibo de todas esas partes;" * en su testamento otorgado en 1564 pedía "por caridad al muy R. P. rector del colegio de S. Gregorio que comiendo algún colegial quédelas (cartas y relaciones susodichas) haga un libro juntándolas todas por la orden de los meses é años y de las provincias que venían, y se pongan en la librería del dicho colegio ad perpetuam rei memoriam, porque si Dios determinare destruir á España, se vea que es por las destruiciones que habemos hecho en las Indias y parezca la razón de su justicia." Seguramente no se cumplió con la última voluntad del santo apóstol y los preciosos documentos fueron destruidos; al menos, han permanecido ocultos hasta hoy. La acendrada virtud del venerable obispo, que conservó hasta su muerte "con ejemplos egregios de virtud," garantizaba plenamente la verdad de sus dichos, á tal grado, que la monarquía no sólo le oyó con atención, sino que le nombró "Protector vniversal de los Indios." Sus mismos enemigos "confesaban su buen celo." Llamósele "Autor de mucha fé," y sus escritos fueron calificados de "bastantysimas probanzas" por el Colegio Hispano Boloniense.

No obstante, la ardiente y conmovedora palabra del ejemplar obispo fué oída fríamente por el pueblo español, á quien en todo caso nada podía importar que hubiesen muerto millones y millones de indígenas. Estos eran idólatras y debían morir. Satanás no se desterraría de la América sino cuando cesase y acabase "la vida á los más de los indios." Dios mismo les aborrecía; su voluntad era, según decían entonces los licenciados Espinoza y Zuazo, "que estas gentes de indios se acaben totalmente, ó por los pecados de sus pasados ó suyos, ó por otra cabsa é que pase é quede el señorío é población en (los monarcas españoles) é sus subcesores y pobladas de gente cristiana;" de otro modo no habría bajado á las Indias la Virgen María, ya sola, ya acompañada del apóstol Santiago, á auxiliará los españoles en su obra de exterminio, dando aquél á los indígenas terribles cuchilladas y echándoles Nuestra Señora "polvo por las caras (para cegarlos);" en cierta ocasión, cuando Francisco Pizarro con los suyos asesinaba en Caxamalca á los inermes y numerosos
acompañantes de Atahuallpa, el propio apóstol se enardeció tanto, que él solo mató "más indios que todos los españoles juntos." Suárez de Peralta nos dice rotundamente:
"La guerra que se hizo á los yndios fué toda hecha por Dios, y él la favoreció que los cristianos, á lo menos en la Nueva España, no fueran parte, los que fueron, para conquistar y pacificar aquella tierra."

¡Cosa peregrina! El pueblo español, que abominaba sin misericordia ni piedad á nuestros indígenas, porque algunos de ellos sacrificaban á sus enemigos ante los altares de los dioses, admiraba y santificaba á la vez con exagerado misticismo el sacrificio que Abraham no vaciló en hacer de su propio hijo al Dios de Israel.

Todavía agonizante en Atocha, año de 1566, el hoy inmortal don fray Bartolomé de Las Casas, pedía "á todos que continuasen en defender los indios, y arrepentido de lo poco que había hecho en esta parte, suplicaba le ayudasen á llorar esta omisión; y estando con la candela para partir deste mundo, protestó que cuanto había hecho en esta parte tenia entendido ser verdad, y quedaba corto al referir las causas que
le obligaron al empeño."

Muerto el irreparable protector de los indios, continuaron reinando acerca de la Conquista, durante largos siglos y ya sin oposición alguna, las falsas ideas propaladas en las relaciones é historias primitivas.

Independidas de la Península sus principales colonias americanas, quedando en poder de éstas documentos análogos á los informes que tan secretamente guardaba la monarquía española, no tuvo ya razón de ser la ocultación de los mismos, por lo que se empezó á darles publicidad, aunque con gran lentitud y escogiendo, probablemente, los menos sensacionales. Era de esperar que en vista de ellos, la historia de la Conquista fuese justa en lo sucesivo, mostrándose inflexiblemente severa hacia los españoles y compasivamente benigna hacia los indígenas. No sucedió así; debido sin duda á la influencia persistente de tres largas centurias, los historiadores modernos, aun los nuestros propios, han seguido haciendo de la Conquista, quizá inconscientemente, un cuadro engañoso en el que las figuras de los aventureros españoles, aunque un tanto rebajadas, aparecen colosales todavía, tan altas, "que es preciso alzar los ojos (para verlas);" mientras que las de nuestros indígenas, cuando no se manifiestan aniquiladas por "la cólera del cielo," vense tan pequeñas y mezquinas, que casi pasan inadvertidas. Uno de nuestros profesores de Historia, don Justo Sierra, en una conferencia que dio ante el Ateneo de Madrid el 26 del último noviembre, después de prodigar á los conquistadores palabras ciegamente apologéticas, no guardó para los esforzados indios mexicanos sino la humillante figura de "una mujer que se arrastra." Fuera de que esos indios mostraron siempre altiveza real, preciándose no sin razón de que "todos eran señores," * supieron defender á su patria "tan bravosos como tigres" y "leones," y lucharon por ella "hasta el vltimo espíritu."

En la conferencia susodicha, tuvo don Justo Sierra otra ligereza imperdonable: la de asentar que la nacionalidad mexicana nació de la unión vergonzosa de Cortés con la desenvuelta Malintzin Tenepal (loe. cit.) El célebre profesor confundió lastimosamente el origen de la raza mexicano-ibera con la nacionalidad mexicana, pre-existente entonces, como también preexistía la nacionalidad española cuando primero los romanos, luego los godos y posteriormente los árabes, conquistaron la Península. En todo caso, don Justo Sierra olvidó la historia de Yucatán, su propio Estado, donde, años antes que llegara Cortés, Gonzalo Guerrero había tenido ya varios hijos en una indígena muy principal, con la que le casaron los señores de Chectamal (Landa, 14-6.) Es tanto más de extrañar este olvido, cuanto que Gonzalo Guerrero fué el primer insurrecto español que combatió á sus compatriotas en Nueva España, poniéndoles en grandes trabajos y peligro^ (Gomara, 186.)

Preciso es pues que alguna voz, siquiera sea en las postrimerías del siglo XIX, rinda debido tributo á la verdad y á la justicia, al mismo tiempo que á la memoria ultrajada de los infortunados indígenas de América.

Como por carecer de tiempo y otros elementos no me era posible reconstruir la historia completa de la Conquista, me he limitado á trazar los rasgos generales que la caracterizaron, sobre todo en lo que concierne á mi patria; pero cuidando de referirme, las más de las veces, á los escritos de los mismos conquistadores: aun con sólo ellos he logrado demostrar que el glorioso don fray Bartolomé de Las Casas se expresó efectivamente en todo con verdad y aun se quedó corto. Aquellos aventureros, á pesar de su prurito de elogiarse hasta lo increíble y deprimir en cambio de manera desmedida á los indígenas, conñesan sin embargo con sorprendente frialdad muchos de sus monstruosos hechos, convencidos, como don Fernando I de Castilla, de que con ellos se acreditan ante la gente y agradan á Dios: nos refieren á la vez, sin darse cuenta de lo que hacen, porque su ignorancia y rudeza les cegaba, un gran número de detalles que revelan la esplendorosa civilización que destruyeron y las raras virtudes de sus infortunadas víctimas.

Para dar mayor fuerza á mi estudio, no sólo me refiero continuamente á los conquistadores é historiadores españoles más autorizados, sino que transcribo sus palabras literalmente; y para que no se me objete que doy por probado lo que trato de demostrar, no cito á nuestro irreprochable don fray Bartolomé de Las Casas en cuanto tiende á determinar el carácter de la Conquista.

Destino toda la primera parte de mi obra para trazar, aunque únicamente sea en sus partes culminantes, la condición del pueblo ibero y la Índole de los españoles venidos á América; á más de que ambos antecedentes previenen la tacha de exagerado ó injusto que sin ellos seguramente se me pondría, facilitan mucho el estudio del carácter verdadero de la Conquista, y en cierto modo le son indispensables.

Reconozco que mi obra adolece de grandes deficiencias, entre otras causas, porque para formarla sólo he dispuesto de ratos aislados, los pocos que he podido distraer de las ocupaciones cotidianas de mi profesión. Mas me alienta la esperanza de que otras personas aventajadas emprendan no muy tarde estudios más acabados que el mío.

México, lunes 31 de diciembre de 1900.

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