Rafael Segovia
La imagen del país se sigue degradando al paso de sus gobernantes, lentos e inseguros, que se han inventado aquello del bicentenario para disimular su fracaso. Nadie se cree aquello de Palacio Nacional, donde unos señores no se atrevían a dar la cara por no enseñar su miedo. Las puertas cerradas a piedra y lodo, todos atrincherados como una cuadrilla de malhechores, lejos de un pueblo al que no se sienten pertenecer.
Nada más fácil que cargar las culpas ante quienes los antecedieron. No cabe duda de que el México que sale de la Revolución tenía unos problemas mayúsculos que venían en parte, pero sólo en parte, de la lucha armada. La mayoría eran ancestrales y se mantuvieron. Hoy día, el PAN se considera libre de culpas: son educados, católicos, blancos, clasemedieros, libres de pecados, universitarios, fieles servidores de empresarios, algunos bilingües.
En los primeros años posrevolucionarios los mantuvieron lejos de los puestos de responsabilidad pública, no se podía confiarles las mínimas reformas que los vencedores querían imponer, con lo que les hicieron un doble favor: se apoderaron del sector privado que los revolucionarios no estaban capacitados para conducir, se aliaron de una iglesia que quería abandonar cuanto oliera a liberalismo –menos en los negocios– y supieron alejarse de aquello que tuviera más o menos una cultura de origen francés, puesto que lo suyo era de origen vaticano y en última instancia español.
Si se examina al Estado, éste les entregó la educación secundaria. Nos encontramos así cómo las empresas impusieron una educación a su servicio. Pasada la fiebre de los primeros cambios, los llamados revolucionarios no tardaron en confiar la enseñanza de sus hijos a sacerdotes de dudosa reputación o francamente mala, como los Legionarios de Cristo, pero que supieron inculcar una cercanía con el poder y una moral desastrosa en lo que hace a la honestidad de la cosa pública.
La educación primaria y pública, y en principio gratuita, fue entregada a un sindicalismo que no tardó en corromperse. Hoy, de todos los problemas que han caído sobre México, el peor de todos, por gran diferencia con los demás, es el fracaso de la educación primaria. Todos los demás pueden considerarse secundarios. Vivimos en una nación de hecho analfabeta. No hay problema que supere a éste, incluso el del desempleo. No se sabe cómo encontrar un empleo para estas personas.
El fracaso mayor de Calderón está ahí, pero no encuentra solución. Se encoge de hombros cada vez no que se le enfrenta, sino incluso cuando piensa en él. Sabe que la solución pasa por un sindicato totalmente corrupto, dirigido por una persona que ignora la primera letra del alfabeto, que no ha leído un solo libro ni le importa. Es una ocupación del Estado que va a la deriva. Ha propuesto cinco medidas que no son sólo incongruentes sino ocurrencias de una persona que no se ha enfrentado con un grupo infantil jamás. Hablar de tienditas y de "alimentos en la escuela", mezclando los problemas del pan Bimbo con un plan para apoyar el conocimiento de las matemáticas y acto seguido de la aplicación de la ciencia a la vida cotidiana, sólo se le ocurre a quien no ha llevado una clase de física o de química en su vida.
No hablemos del fomento a la lectura. No se fomenta la lectura en un país sin librerías, unos establecimientos "fomentados" por unos intelectuales de los que a penas conservamos la memoria. Si decimos que Max Weber fue traducido al español y en México antes que al inglés, al francés o cualquiera de las lenguas cultas, el autor de los cinco puntos preguntará: ¿quién es Weber? Tenemos que preguntarnos nosotros por quien le educó y contestarnos que unos curas cualquiera, y ahora programan la educación de nuestros niños y llevan el país al desastre.
Se acaban de publicar unas encuestas donde se evalúa al señor que nos gobierna, es un decir, y que nos informa cómo piensa él que lo ha hecho. Por lo pronto ya sabemos nosotros cómo lo ha hecho él.
Hoy no se lee más que hace 50 años, pero a cambio pululan las universidades privadas. Son tan infames como lo eran antes, pero si nos leemos la tabla de las materias ofrecidas, nos encontramos con unos problemas que lo único que han logrado es multiplicarse. Cuando antes se trataba de secundarias y preparatorias eclesiásticas ahora son universidades donde la enseñanza científica brilla por su ausencia: preparan empleados de banco, vendedores, funcionarios de empresa; enseñan inglés y, en general, preparan a la clase media para un país mediocre, raras son las que, en verdad, a la par que están al servicio de los negocios, hacen de la enseñanza una obligación.
La ciencia se refugió en la Universidad porque una colección de salvajes así lo quiso y un rector con la cabeza sobre los hombros lo decidió: la Universidad Nacional, con sus institutos, se dedicaría exclusivamente a la ciencia, sobre todo a la investigación científica. Porque la tradición y su reglamento interno pedían que se abriera un espacio para las letras, la filosofía y otras materias que los ya citados cafres habían destrozado, el doctor Soberón permitió la permanencia de algunas facultades que con todo y las ayudas no recuperaron su antiguo lustre, pero siguieron malviviendo hasta nuestros días. Pese a la inteligencia de la obra del doctor Soberón, que salvó lo salvable, un país no puede vivir sin una universidad moderna, laica y libre.
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