La Navidad es la temporada providente en que se sufre para ser feliz. En el inconmensurable Distrito Federal, el primer signo del delirio llega cuando avistas un coche adornado con cuernos de reno. Esta variante automotriz del trineo anuncia que la época nos autoriza a ser raros.
A miles de kilómetros de la nieve, anhelamos bosques blancos. Los niños mandan cartas a Finlandia, el Polo Norte y otros fríos domicilios de Santa Clos. Aunque algunas mansiones tienen techo de dos aguas, en estos lares la nieve sólo aparece en los copos de poliuretano que decoran los escaparates.
Con gozosa irrealidad, celebramos en el trópico una fiesta católica al estilo nórdico. Aunque algunos regionalistas colocan esferas en el cactus de su preferencia, la mayoría prefiere los pinos, así sean de plástico o de papel cromado.
Las mezclas de símbolos se naturalizan a través de un barroco principio de acumulación. Ya es costumbre que el menú de temporada incluya bacalao a la vizcaína, romeritos, huauzontles con mole, pavo, peladillas, gorditas de camarón, turrones, tejocotes y demás citas multiculturales.
La Navidad combina los opuestos. En la noche de paz, los niños reciben ametralladoras de plástico y el pavo de los colonos ingleses es mejorado con chile jalapeño.
Aunque no todos recuerdan que la fecha conmemora el nacimiento de Jesús, una religiosidad indefinida, pero certera, se adueña de estos días. El principal componente religioso de la fiesta es el sacrificio, no de un buey ni de un cordero, sino de nosotros mismos. La Navidad sólo tiene sentido si viene precedida de molestias. Las horas de desquiciamiento en el tráfico, las colas para que te envuelvan un regalo, las tarjetas de crédito a punto de estallar son pruebas materiales de que mereces algo grandioso. Las pruebas espirituales son más complejas. La penitencia que antecede al gozo comienza con la discusión de la santa sede. De muy poco sirve decir: "¡Pero si el año pasado ya fuimos con tus papás!". No es fácil que los suegros que viven en Nepantla renuncien a su argumento de que una Navidad de cara a los volcanes es tan fenomenal que no se necesitan cobijas ni camas suficientes para estar ahí.
Una vez resuelto el sitio del festejo, sobreviene la controversia del menú. Hay guisos que se inventaron para separar a los seres humanos. Estoy convencido de que el puré es la forma insulsa (es decir, perfecta) de la cizaña. Esto exime al de papa, que siempre es útil. Por desgracia, resulta demasiado común para un banquete. En Navidad surge la fantasía de hacer gran puré de castañas. Mi modesta experiencia al respecto me ha dejado la sensación de que nunca se usan castañas suficientes. Y es que todo puré diluye el sabor (el de papa es bueno porque no se espera mucho de ella, pero ¿qué decir del de camote, el nabo o el boniato, que pertenecen al género de lo que se aplasta sin mejoría?).
La Navidad sería menos tensa, es decir, menos sufrida y religiosa, si no hubiera gente como la tía Herminia que de golpe ofrece: "Puedo hacer un puré de camote genial".
Hacer puré parece un acto solidario; se prepara como acompañamiento. Por desgracia, esto ha dado lugar a una peculiar psicología. Como el puré resulta sociable en sí mismo, la gente que lo prepara se olvida de que debe combinar con algo y no toma en cuenta lo que hacen los demás. Así, el menos impositivo de los guisos se convierte en un aerolito. ¿Pero quién se atreve a decirle a la tía Herminia que el camote no es genial y menos preparado por ella? Los pleitos y la falta de comunicación previos a la noche grande han provocado circunstancias como aquel menú en que no hubo pavo y sobraron tres purés. Mi plato parecía la cena de un astronauta.
Hay accidentes como el bacalao al que tu prima olvidó quitarle las espinas o las peladillas que le rompieron el puente dental a la abuela. El puré es asunto distinto: se trata de un malestar que debemos agradecer como apoyo. Obviamente, esto realza el papel de quien sí hizo algo sabroso.
Pero no podemos desperdiciar a quienes crean problemas en una noche que vive de problemas. La reunión de Navidad es un ejercicio moral: los mecanismos sacrificiales, entre ellos el puré, dan sentido al festejo.
Terminada la cena sobreviene el intercambio de regalos. Otro momento para que la dicha provenga del calvario. Todo comenzó con una rifa unos días antes, y la suerte decidió que hicieras feliz a tu primo Boby. En ese momento descubres que la verdadera cercanía consiste en conocer las cosas baratas que le gustan a alguien. Sabes muy poco de Boby. Pasas cuatro horas en Liverpool, dudando entre un complicado sacacorchos y un libro con fotos de glaciares. La dificultad para decidir y la pérdida de tiempo te hacen odiar al primo que no manifiesta bien sus pasiones.
A fin de cuentas, esa molestia contribuye al disfrute final. Hemos perdido religiosidad, pero no el sentido de la penitencia. Aunque no siempre tenemos motivos para ser felicites, hemos perfeccionado las molestias que nos permiten saber que, cuando todo eso se termine, seremos felices.
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