En 1986 Peter Davies vacacionaba por Kenya tras graduarse de Northwestern University. En una caminata a través de la sabana, se encontró con un joven elefante macho que estaba parado con una pata alzada en el aire.
El elefante parecía molesto así que Peter se acercó sigilosamente. Se hincó, analizó la pata del animal y encontró una enorme astilla de madera incrustada. Peter sacó su navaja y con todo el cuidado del mundo, retiro poco a poco el enorme trozo de madera y al terminar, posó la pata del elefante sobre el suelo. El elefante volteó para encarar a aquel hombre, y con una mirada un tanto curiosa lo miró fijamente durante algunos, muy tensos, minutos. Peter estaba helado, pensando solamente en el fatal destino que le esperaba. Eventualmente, el elefante dio un sonado barritazo, se dio la vuelta y se marchó.
Peter nunca olvidó a aquel elefante, ni los sucesos de ese día.
Veinte años después, Peter paseaba con su hijo adolescente por el zoológico de Chicago, conforme se acercaban al encierro de los elefantes, uno de los animales volteó y se acercó lo más que pudo a donde estaban Peter y su hijo Cameron. El elefante subía su pata derecha, la mostraba y la posaba en el suelo repetidamente, después soltó un gran barritazo, mirando fijamente a Peter en todo momento.
Añorando su encuentro de 1986, Peter no pudo evitar pensar que este era el mismo elefante, entonces se armó de valor, trepó por el barandal, se metió al recinto de los elefantes y caminó directamente hacia él. El enorme mamífero de nuevo lo miró fijamente, volvió a barritar, envolvió con su inmensa trompa una de las piernas de Peter, lo levantó en el aire e inmediatamente lo azotó contra el barandal, matándolo en el instante. No era el mismo puto elefante.
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